martes, 12 de junio de 2007

Amparo Grisales en Revista Soho

Es la diva más importante de Colombia. A sus recién confesados cincuenta años hizo el desnudo de su vida para que no quepan dudas de ello. Sobre los tejados coloniales de Cartagena, y sin nada de ropa, demostró con estas fotos históricas que es una mujer cuyo erotismo es impermeable al tiempo.

Amparo Grisales lleva toda la vida bajo la mirada impertiente del público. Ahora, en el restaurante, la mira el camarero, la miro yo. Recibe las miradas con la naturalidad segura de sí misma con que lo harían un árbol o una roca. Pero, hablando de sus presentaciones recientes ante el público vivo de los teatros en media docena de ciudades de Colombia, dice con gravedad:

—No era yo. No sé quién era.

No es fácil de creer. Amparo no es una mujer que pueda pasar inadvertida, ni siquiera para sí misma. Por el contrario: la suya es de los pies a la cabeza una presencia poderosa, de ídolo prehistórico, de ente mítico anterior a lo humano. Una presencia imponente y terrible. Decía Rainier María Rilke en sus Elegías de Duino:

"Si un ángel, de pronto, me estrechara contra su corazón,

¿no me desvanecería bajo su existencia demasiado fuerte?

Porque lo bello no es más que ese grado de lo terrible que todavía podemos soportar..."

En estos días se dispone Amparo (después de lo que acabo de escribir no me atrevo a llamarla Amparito, como todo el mundo) a empezar la filmación de una telenovela titulada Madre Luna: debería llamarse, por la fuerza telúrica que parece emanar de ella, Madre Tierra. Aunque tampoco la imagina uno mucho en el papel de madre. Ni en el de ama de casa, que es el que representa (o eso deduzco por el título) en la obra de teatro que mencioné más atrás: No seré feliz, pero tengo marido. Ahora, en la vida real, anda con un novio, según cuenta. En fin, no anda con él estrictamente hablando: se ven de tiempo en tiempo en esporádicas lunas de miel. No es mujer para andar de novia. Anda sola. Antes de volver a Colombia para los dos trabajos de que hablo vivió en Los Ángeles durante seis años, sola: "En la compañía de la soledad".

Y de los propios ángeles. No estoy tratando de hacer un juego de palabras con el nombre de la ciudad norteamericana. Hablo en sentido literal. Sucede que, según cuenta Amparo, durante su estancia allá descubrió a los ángeles verdaderos, a quienes llama "guerreros de la luz", y gracias a ellos se redescubrió a sí misma. Ángeles poderosos como Gabriel, el mensajero. O Rafael, el que sabe curar: el que acompañó bajo un disfraz al bíblico Tobías, que ahora es un ángel también él y se ríe de los pequeños ridículos absurdos de los hombres. O, más sorprendentemente, el misterioso conde de Saint-Germain, que en el siglo XVIII fue amigo del filósofo Voltaire y de Luis XV de Francia, de la zarina Catalina y del hipnotizador Cagliostro, y ya entonces tenía dos mil años de edad gracias a un elíxir de larga vida que había descubierto en el antiguo Egipto. Ahora también él ha pasado "detrás del velo", transformado en un eterno remolino de luz. O Metatrón, "el joven", como es llamado en el "Zohar" de la tradición talmúdica judía: un arcángel que tiene treinta y seis pares de alas y multitud de nombres, y es tan grande que se le permite estar sentado en la presencia de Dios. Y muchos más, con quienes —dice Amparo— es posible entrar en relación a través de médiums espiritistas, o mediante la apropiada canalización de la luz que cada ser humano lleva dentro.

—Pero no voy catequizando —aclara.

Ni yo voy a juzgar. Pero me parece bastante sorprendente este descubrimiento repentino de una espiritualidad de corte new age en una mujer tan poco evanescente, tan poco inmaterial, tan visible y palpablemente terrestre, tan de carne y sangre, tan de carne y hueso y sexo como es Amparo, de tan resuelta y contundente belleza física. Al mirarla dan ganas de tocarla también, como a ciertas obras de arte. De acariciarle el hombro recto y fuerte con la punta del dedo, o de dejarle en la alta columna del cuello un beso reverente como el que plantan los peregrinos en las piedras sagradas de las grandes religiones, pulidas y abrillantadas por besos de muchos siglos. Pero sí: también la excepcional belleza física, ese rilkeano "comienzo de lo terrible", es una manifestación del espíritu. Amparo es creación de sí misma: de su fortaleza de espíritu y de la tensión de su voluntad. Con la ayuda de los ángeles, tal vez, pero a partir de la inteligencia de su propia cabeza.

—La cabeza —dice— es la loca de la casa.

Es lo mismo que decía de la imaginación Teresa de Ávila, posiblemente la mujer más mujer hecha y derecha del santoral cristiano: basta con verla representada en mármol por Bernini, conmovida por el deliquio místico o erótico, traspasada, también ella, por el dardo del ángel.

La cabeza de Amparo: bien plantada sobre el cuello y el cuello sobre los hombros, enmarcada por el peso desordenado de la cascada oscura del pelo, con vetas de luz como el tronco de un árbol. Las altas cejas arqueadas de icono bizantino. Y el poderío de su perfil hierático, de medalla de bronce esculpida por Pisanello o de guerrero sioux tallado en madera. Los rasgos dibujados y fuertes que recuerdan las tallas ibéricas que inspiraron a Picasso para inventar el cubismo: los pronunciados pómulos, la nariz de ave de presa, la larga y carnosa boca sensual, movediza, burlona, carnívora. Aunque hace ya bastantes años que no come carne, informa Amparo. No importa: hablo de carne humana. La belleza de Amparo es una belleza bárbara, de reina de los caníbales. De ave de presa, dije hace un momento: de águila.

Mírenla en estas fotos que publica SoHo. No debería ser necesario describir ni comentar las fotos que ustedes están viendo, pero me siento obligado a hacerlo para que su comprensión del fenómeno sea más completa: ustedes no la ven en movimiento ni respiran su aura de olor a mujer, como la estoy viendo y respirando yo en el restaurante mientras la cena se me enfría en el plato.

La están viendo desnuda, apenas adornada con una cinta que le recoge el peso de la melena o unos zapatos de vertiginosos tacones que la elevan por sobre los tejados difusos de Cartagena. Solo vestida —si es esa la palabra— con el lunar del pómulo, el rimel negro de los ojos líquidos y el vello negro y peluqueado del pubis. Los senos lisos y redondos como piedras lavadas de río, el vientre plano y recto, la textura del grano de la piel, como de pedernal pulimentado: si se golpea, saltarán chispas.

Y el color. Color madera, color arena, y también —otra vez— piedra de río: estudio en ocres y sepias, sin otras variaciones que las del juego que dibuja la luz en los planos, en las aristas, en los volúmenes de su arquitectura angulosa de ensamblaje cubista: en el filo de la cadera, en la honda raya de la espina dorsal que se prolonga entre las nalgas templadas. Véanla de espaldas, apoyada en los codos sobre el muro de una azotea cartagenera, frente a la cúpula iluminada de San Pedro Claver. O sentada en el filo de la baranda ante el cielo del atardecer, imperiosa como el mascarón de proa de un buque.

Bajo la piel, la dureza de la carne y del músculo: gimnasio, quirófano, ashram de yoga. No solo la genética y los ángeles han participado en la creación de la belleza de Amparo, sino también la dietética, la gimnasia y la cirugía. Dice ella:

—Se puede crear lo que se desea.

También el tiempo cuenta. En una entrevista reciente, tras revelar su edad —acaba de cumplir cincuenta años—, dijo Amparo:

—Las buenas cosas toman tiempo. Yo soy una de esas cosas que tomaron tiempo.

Al cabo de todo esto —de la cena, del estudio atento de las fotografías— entiende uno mejor esa declaración que cité al principio sobre su último trabajo de actriz en las tablas de un teatro. Es verdad: no era ella. Porque Amparo no es una actriz, aunque en la actuación haya pasado su vida desde la adolescencia. No puede representar papeles distintos del de ella misma, que le ha tomado cincuenta años llevar a su más alto grado de perfección: el grado de la belleza que precede a lo terrible.



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